Paquita

Yo tenía entonces 17 años y era virgen. Mi excitación sexual
era la propia de la edad. Estaba obsesionado con todas las mujeres que veía. Una
de ellas era mi madre, Paquita, una mujer de poquito más de cincuenta. No era
especialmente atractiva físicamente (pequeñas tetas, culo no demasiado notable),
aunque tenía bonitas piernas y una piel muy blanca que despertaba mi voraz
apetito. Poseía además una cara muy agradable. Paquita era inteligente, sensible
y muy religiosa.


Aunque eso es algo que supe después, estaba completamente
desatendida sexualmente por su marido, mi padre, no sé muy bien por qué, si
porque él había perdido todo interés en el sexo, o porque había perdido todo
interés en mi madre, o por ambas razones. Nunca lo he sabido. Mi madre no era el
único objeto de mis pajas, sino una más en el abanico de mis obsesiones, pero
tenía la ventaja de que la tenía cerca y la podía observar cuando había suerte.
Cada vez que tenía una oportunidad la escudriñaba por la cerradura del cuarto de
baño mientras meaba, aunque la visión no era muy buena, pero en una ocasión, en
que no había bajado la cortina del baño, conseguí verla con más detalle mientras
se bañaba. En sí mismos esos espectáculos no eran demasiado estimulantes, pero
lo morboso de la situación conseguía excitarme todavía más de lo habitual.

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Hasta ahí habían llegado las cosas cuando un día me había
hecho una herida en la parte superior del muslo. Era una rozadura muy dolorosa.
Tenía que darme una pomada y vendármelo para evitar las escoceduras. Mi madre se
ofreció a hacerlo porque de soltera había trabajado como enfermera. Nunca pude
imaginar todas las consecuencias que tendría esa cura.


Después de bajarme los pantalones y dejármelos en los
tobillos me senté en la silla que me había indicado mi madre. Entretanto ella
preparaba la pomada y las gasas para la herida. Cuando todo estuvo dispuesto se
agachó delante de mí y empezó a extender suavemente la pomada con las yemas de
los dedos a escasísimos centímetros de los calzoncillos, en el punto donde se
apretaban los huevos. De forma automática y completamente imprevista la polla
empezó a crecer de modo casi cómico.


Me sentí invadir por una vengüenza infinita: levantar la
polla a escasa distancia de las narices de mi madre que seguía afanándose con la
pomada era mucho más de lo que un joven que acababa de cumplir diecisiete años
podía soportar sin querer que la tierra se lo tragara. Intenté disimular pero
era imposible. Debía estar completamente rojo. Miré con discreción y tuve la
impresión de que mi madre trataba también de disimular el significado innegable
de lo que tenía delante. La visión de la blancura de sus pequeños pechos a
través del escote no mejoraba tampoco las cosas.


Cerré los ojos, pero fue en vano.


El contacto de sus dedos cerca de la ingle era una sensación
irresistible y mi erección se desplegaba sin ambigüedades. Trataba de pensar qué
iba a decir si ella hacía algún comentario, pero de pronto tuve la sensación de
que el masaje se prolongaba más de lo necesario, y de que quizás no era yo solo
el único que lo estaba disfrutando. Estuve a punto de hacer un comentario sobre
lo agradable que me resultaba aquello, pero no me atreví. Sin embargo sí fuí
capaz de ir acercando lentamente mi otra rodilla, la izquierda, hacia su cuerpo.
Tampoco encontré resistencia mientras presionaba suavemente sobre su hombro.
Abrí de nuevo los ojos y tuve la sensación de que se mordía con delicadeza el
labio inferior. ¿Concentración?, ¿signo de placer? La sesión terminó sin otras
novedades. En cuanto terminó el vendaje y salió de mi cuarto inicié una
masturbación frenética que duró segundos antes de empezar a disparar
interminables hilos blancos sobre mi vientre.


En los días siguientes el ritmo de masturbaciones,
habitualmente elevado, se disparó hasta cifras que resultaban insólitas para mi.
A partir de ese momento mi madre se convertiría en mi objeto sexual obsesivo. El
resto de las mujeres pasaron a un tercer plano. Una y otra vez repasaba
mentalmente aquellos minutos de excitación absoluta. A veces pensaba que podía
haber eyaculado ante ella. ¿Cómo habría reaccionado?, ¿habría mantenido entonces
su silencio?
Un par de semanas depués estábamos los dos solos en casa. Ella leía sentada en
una silla del cuarto de estar. En esa ocasión nada, ni su modo de vestir, ni su
gesto, ni comentario alguno justificaba mi deseo, pero éste era atroz. Era mero
fruto de mi obsesión y de la soledad casual en que nos encontrábamos, Nervioso,
sin saber qué hacer y descompuesto por la cercanía de su presencia, me movía
continuamente de un sitio a otro. Finalmente me coloqué en otra silla a su
espalda donde ella no podía verme sin volver la cabeza. Ahora la contemplaba sin
que ella lo advirtiera con una lujuria incontenible. Sin pensarlo me abrí la
bragueta sin ruido y saqué la polla que alcanzaba entonces su máxima erección.
Sin apartar la mirada de su cuello empecé a masturbarme suavemente. En ese
momento me di cuenta de que el olor que despedía mi polla desplegada era
inconfundible. Me asusté. Si ella se volvía no sabría cómo explicar la
situación. Me quedé quieto mientras el olor a sexo se extendía por la
habitación. Me pareció que mi madre estaba más inmóvil de lo que era natural.


Quizás el olor le hacía adivinar lo que ocurría a sus
espaldas, y el recuerdo de nuestra sesión de masaje proporcionaba una pista
inconfundible de lo que tenía detrás. Aparté la mano y durante un par de minutos
continué allí inmóvil con la polla enhiesta, deseando que efectivamente Paquita
percibiera el tributo de admiración muda que le rendía su lujurioso hijo. La
magia quedó interrumpida cuando se oyó el ruido de la puerta de la calle. Mi
padre. Rápidamente recuperé un estado presentable y me refugié en el cuarto de
baño para masturbarme con furor. Cuando estaba a punto de correrme mi madre
llamó a la puerta. Le pedí que esperara unos segundos y sabiéndola cerca me
aticé un par de molinetes que abrieron de nuevo la puerta de un excelso orgasmo.


En ese punto tuve un momento de atrevimiento. En lugar de
tirar de la cadena y hacer desaparecer todo rastro de la juerga íntima decidí
dejar allí todo. Mi madre iba a entrar e iba a ver algo que quizás le resultara
estimulante, sobre todo porque era ella la que se lo había provocado. Así lo
hice. Un poco colorado abrí la puerta y la dejé pasar mientras yo salía. No me
atreví a quedarme mirando por la cerradura. Mi padre andaba por casa, y por nada
del mundo, ni siquiera por saber cómo reaccionaba mi madre al ver aquel acuario
que acababa de dedicarle, estaba dispuesto a correr el riesgo de que me pillara
observando a su mujer por el ojo de la cerradura.
En los días siguientes nada en el comportamiento de mi madre hacia mi me
permitió sacar conclusiones sobre cuál había sido su reacción ante los restos de
semen que le había dejado en el cuarto de baño. Tampoco tuve otras oportunidades
de transmitirle nuevas señales de mi deseo hasta que unos días más tarde supe
que mi padre iba a tener que pasar un par de semanas fuera de casa. Todavía eso
no nos dejaba solos a mi madre y a mi porque estaban mis hermanas. Sin embargo,
por las tardes ellas tenían que ir al colegio y yo durante aquel año no tenía
clase por las tardes. Para aumentar mi excitación, mi madre tenía la costumbre
de echarse la siesta por las tardes. Normalmente no dormía sino que descansaba
leyendo el periódico. Eso me facilitaba una excelente disculpa para entrar a su
cuarto. A veces quería leer alguna parte del periódico, y entraba y se lo pedía.
Así hice el primer día en que mi padre estaba fuera de casa.


Una vez en su cuarto, mientras ella leía las páginas locales
le pedí las páginas nacionales, pero en lugar de salir a leerlo a otra parte, me
senté en una silla a la izquierda de su cama. Me sumergí en el periódico con
inusitada atención. La sensación de proximidad de su cuerpo semidesnudo unida a
la soledad me provocaba un agradable hormigueo. Era verano y hacía bastante
calor. Mi madre estaba en la cama bajo una sola sábana. Llevaba puestas las
gafas y leía el periódico con la concentración habitual.


De pronto levantó la rodilla izquierda, la más próxima al
borde en el que yo estaba. Se levantó así la sábana dándome una visión perfecta
de su maravillosa pierna hasta el borde del culo. Levanté la vista con disimulo
y sentí un vahído en el estómago. Tenía a unos pocos centímetros aquello que
anhelaba más en este mundo.


Bastaba con que estirase la mano para que tocara aquella piel
que me enloquecía. Varias veces estuve a punto de hacerlo, pero no tuve
suficiente valor. Entonces mi madre dejó deslizar la sábana por encima de su
rodilla, de manera que ahora quedaba toda la pierna y medio culo bien a la
vista.


La polla me dolía de la intensidad de la erección. Notaba los
latidos hasta las orejas. Mi madre, al parecer ajena a lo que estaba provocando,
seguía absorta en el periódico, sin mirarme. Por mi parte, mientras sujetaba el
periódico con la izquierda inicié un cauto movimiento con la derecha hasta abrir
un par de botones de la bragueta y sacar unos centímetros de la polla. Me
acaricié maquinalmente y empecé una lenta masturbación mientras mi mirada
quedaba clavada en aquella parte indescriptiblemente hermosa del cuerpo de mi
madre. Me di cuenta de que ahora Paquita sostenía también el periódico solo con
la mano izquierda mientras tenía la derecha debajo de la sábana. ¿Se acariciaba?
No podía decirlo, pero la posibilidad de que ocurriera multiplicó mi excitación.
Esta empezaba a vencer al miedo y los movimientos de mi brazo se hicieron más
marcados. Cualquier testigo que observara la escena habría sabido que aquel
muchacho estaba meneándosela y que la fuente de inspiración no provenía del
periódico.


Mi madre continuaba absorta en la página que tenía adelante
que, por cierto hacía demasiado tiempo que no había pasado. Un detalle del que
fui consciente a pesar de la excitación. Decidí dar un paso más y bajé un poco
el periódico protector. Ahora si Paquita mirase en mi dirección y levantara un
poco la cabeza podría ver lo que yo tenía en la mano, si es que no se lo decía
el movimiento del brazo. La situación estaba clara de modo que fui yo quien
movió la cabeza, inclinándola ligeramente para intentar ver un poquito más allá
del muslo levantado de mi madre. Tuve que moverme todavía algo más hasta
conseguir intuir la parte de las bragas que le tapaba el coño.


Creí vislumbrar parte de la pelambrera que desbordaba la tela
blanca. En ese momento mi madre giró hacia su derecha dándome la espalda. La
visión no era tan estimulante, pero a cambio me facilitaba la parte mecánica de
mi actividad. No tardé mucho en sentir la inmediatez del orgasmo. Traté de
contener todo el semen posible en el pañuelo, que había conseguido sacar a
tiempo, pero supongo que desde el olor hasta ciertos ruidos le transmitían a mi
musa la naturaleza de la composición que había inspirado. Lancé un largo
suspiro, y extraordinariamente relajado me levanté y salí de la habitación donde
acababa de disfrutar uno de los orgasmos más intensos de mi vida.
Todo aquello ocurrió un viernes, de manera que en los días siguientes no pude
repetir la visita a la hora de la siesta por la presencia de mis hermanas en la
casa. En realidad podría haber entrado en el cuarto de mis padres, pero siempre
con el riesgo de verme interrumpido en mis actividades recreativas. Durante ese
fin de semana el comportamiento de mi madre hacia mí resultó normal salvo la
impresión de que evitaba mi mirada. Esos días los dediqué a reflexionar sobre
todo lo que había ocurrido. Mi madre no era nada tonta, al contrario era una
mujer muy lista y además bastante desconfiada. Por tanto debía de ser consciente
de lo que estaba pasando.


Tampoco era alguien tan débil como para no detenerlo a tiempo
si no deseaba que sucediera. Por tanto, si no decía o hacía nada para impedirlo
era porque aquello le resultaba agradable, tanto como para permitir que
ocurrieran a su lado hechos que vulneraban sus convicciones más profundas. Pero
seguramente todo aquello no era lo bastante fuerte (¡todavía!) para que quisiera
ir más allá, porque no le hubiera resultado difícil insinuármelo. Estaba seguro
de que la posibilidad de contacto físico quedaba descartada. De manera que de lo
que se trataba era de aprovechar la situación todo lo que permitía, y de dedicar
las tardes de la próxima semana a repetir momentos tan morbosamente deliciosos
como los del viernes. Nadie podía decir adonde podía llegar todo aquello si
seguía velando sus siestas con la polla en la mano.
Por fin llegó el lunes, y a la hora de la siesta acudí a leer el periódico al
cuarto de mis padres. Se repitió la escena del viernes, pero ahora cuando entré
ella tenía ya alzada la rodilla. Me dio la sensación de que la acababa de
levantar, que lo había hecho en el momento en que me oyó llamar a la puerta. Sin
decir una palabra me senté en la silla y cogí la parte del periódico que ella me
había dejado en el suelo. La situación era la misma que el viernes. Ella
abstraída en el periódico, la pierna maravillosamente expuesta, y yo con el
corazón bombeando a toda potencia. Durante unos segundos no hice nada. Mi madre
movía ligeramente la pierna, recogía y avanzaba alternativamente el pie,
levantando y bajando la rodilla. No sabía si me quería indicar algo, si quizás
eso significase que quería pasar a la acción. Finalmente decidí sacar la polla.
Esta vez había acudido con la bragueta desabrochada, de manera que la operación
resultó sencilla.


Inicié mis movimientos sin demasiado disimulo. Era evidente
adonde se dirigía mi vista, y supongo que tampoco los movimientos del brazo
permitían interpretaciones alternativas, incluso -no estaba seguro- con atención
se podían escuchar ligeros ruidos muy expresivos. Tampoco esta vez Paquita
pasaba las hojas del periódico, ni despegaba su mirada del artículo que parecía
leer. Su pierna repetía a veces los mismos movimientos. Finalmente volvió a
girarse dándome la espalda, pero esta vez la visión era mucho mejor que la del
viernes. Su culo estaba tapado solo parcialmente por la tela de la braga que se
había insertado en la raja. El orgasmo fue inmediato. Otra vez el pañuelo me
sirvió para recoger los chorretones de semen. Tuve que esforzarme mucho para
levantarme de la silla y dejar un cuarto impregunado de un olor inconfundible.
Al día siguiente mi excitación era mayor que nunca. No podía esperar a que
llegara la hora de la siesta. Durante un tiempo pensé en entrar antes de tiempo,
sin llamar, cuando mi madre se estuviera desnudando, pero comprendí que era
absurdo provocar esa brusquedad que tampoco me iba a permitir ver nada especial.
Pero quería avanzar un poco más. Decidí que me masturbaría sin taparme con el
periódico para que ella pudiera verlo al menos por el rabillo del ojo.


Cuando entré en su cuarto me sentí decepcionado. No había
levantado la rodilla. Salvo la cabeza y los brazos, todo el cuerpo se escondía
bajo la sábana. Me senté a leer el periódico sin saber muy bien qué hacer. Al
cabo de unos minutos Paquita levantó la rodilla dejando que el borde de la
sábana cayera sobre la entrepierna. Recuperé toda la excitación que se había
evaporado en parte. Cogí el periódico con la mano izquierda, pero sin ponérmelo
delante, sino dejándolo a mi izquierda, donde lo hubiera encontrado mi vista si
hubiera girado la cabeza, cosa que no hacía. Era, supongo una imagen
surrealista, alguien sosteniendo un periódico a su izquierda, que no miraba.


En todo caso, eso le daría a mi madre una visión de mi cuerpo
sin estorbos si se decidía a mirarlo. Con la mano derecha saqué la polla y
empecé a acariciarme. Aunque Paquita tenía la mirada fija en el periódico era
casi imposible que no vislumbrara lo que hacía su hijo. El corazón me estallaba,
pero la excitación era más fuerte que el miedo. Me detuve para sacar el pañuelo,
pero todavía no lo coloqué sobre la polla. Ahora era el momento en que ella
debería darme la espalda para facilitar el remate de la faena, pero no lo hacía.
Tampoco pasaba página alguna. Aquello era una locura.


Empecé a sentir los deliciosos escalofríos que anunciaban lo
que se avecinaba. En medio del placer pensé "Ahora. Ahora me va a llamar la
atención justo cuando me estoy corriendo, ¿qué voy a decir?" Y claro no se me
ocurría ninguna respuesta. Tuve la lucidez necesaria para cubrirme con el
pañuelo cuando el geyser empezó a dispararse. Paquita seguía imperturbable
leyendo el periódico, mientras su muslo maravilloso me hacía guiños que se
traducían en toneladas de placer.
El miércoles decidí entrar solo con los calzoncillos y con un expresivo pañuelo
en la mano. El calor era un argumento suficiente si es que mi madre me
preguntaba por lo singular de mi atuendo, pero no me iba a preguntar y desde
luego no me preguntó. Al dirigirme al asiento ella levantó la rodilla como para
darme la bienvenida. Me senté, pero no cogí el periódico. Contemplaba lo que
tenía delante sin disimulo. Si Paquita me preguntaba le diría claramente lo que
me pasaba, que estaba enloquecido de deseo por ella y que haría cualquier cosa
porque me dejara mirarla (devorarla con la vista) mientras me masturbaba, pero
no me preguntó. Me saqué la polla sin ningún disimulo e inicié mi ejercicio
cotidiano esta vez con mayor comodidad que nunca. La situación era escandalosa.
De pronto, aparté la vista de su pierna y la miré a la cara. Me quedé
estupefacto. Ella había girado la cabeza y me observaba fascinada. Nos miramos a
los ojos. Ella dirigió de nuevo la vista hacia la polla.


Retiré la mano para que pudiera contemplarla en todo su
esplendor. Conseguí levantarla un par de veces sin soporte manual, algo que yo
creía muy excitante. Abrió la boca para decir algo, pero siguió callada. Era mi
momento. Susurré. "Ayúdame" mientras me acercaba y me sentaba al borde de la
cama. No hizo nada. Entonces tomé su mano izquierda y la acerqué hasta la polla.
No se resistió, pero se quedó inmóvil con los dedos sobre el tronco palpitante.
Poco a poco empezó a moverlos muy suavemente. La sensación era fastuosa. No me
atrevía a hacer nada más por miedo a romper el hechizo, y que cesara en sus
caricias. Poco a poco ella intensificó el ritmo. Entonces me atreví a
acariciarle el brazo con las yemas de los dedos.


Ella se incorporó ligeramente para poder darme el masaje con
la intensidad que la situación requería. Le dije que iba a correrme, pero no
hizo nada. Cuando la polla comenzó a escupir los inmensos chorretones cayeron
sobre la sábana, el camisón, el hombro y el brazo. Le ofrecí el pañuelo que
había traído, pero no me dejó. Dijo solo: "Deja. Ya me encargo." Susurré
"Gracias" y salí del cuarto en medio de la confusión.
Ni esa noche ni a la mañana siguiente pude observar en el comportamiento de mi
madre ningún signo extraño. Ni siquiera evitaba que nuestras miradas se
encontraran, y cuando eso ocurría no podía captar señas de complicidad. En algún
momento llegué a pensar que había imaginado todo lo ocurrido durante la siesta,
pero sabía que no era así, y pensaba encontrarme con pruebas de que no había
soñado en la siesta del jueves. Por otro lado, a pesar de lo satisfactorio del
recuerdo me atormentaba la duda de si debería ser más atrevido y avanzar o si
cualquier avance pondría en peligro lo conseguido. Estaba casi seguro de que mi
madre no iba a estar dispuesta a dejarme metérsela, pero no sabía si me dejaría
acariciarle el coño o chuparle las tetas, o tan siquiera besarla en la boca.
Cuando conseguía ver las cosas con cierta frialdad creía haber alcanzado el
límite más allá del cual Paquita no se iba a aventurar. En algún momento pensé
en la posibilidad de la coacción, la amenaza de contar lo ocurrido a mi padre
presentándome a mi mismo como víctima, como medio de despejar el camino hacia su
vagina, la imagen de cuya gelatina hacía que mi polla babeara de modo enfermizo.
Pero la mera idea de esa canallada me hacía despreciarme. Además el placer tan
intenso que estaba sintiendo en todo aquello nacía justamente del deseo que
advertía en ella. Al final no pude llegar a ninguna decisión clara, aunque
tendía a conformarme con lo alcanzado.


La mañana del jueves me resultó tan interminable como la de
los días anteriores. Después, durante la comida hubo una llamada de una hermana
de Paquita que quería quedar con ella nada más comer. Al oírlo me dio un vuelco
el corazón. Pero mi madre insistió con mucha firmeza en que le venía mal en
aquel momento y consiguió quedar a última hora de la tarde. Tuve la impresión de
que mientras se negaba con tanta vehemencia mi madre me miraba de soslayo y se
ruborizaba ligerísimamente. Tal vez ella también esperaba con ansia la llegada
de la siesta.


Después de comer fui a mi cuarto y me desnudé completamente.
Esperé a que mis hermanas se fueran. Nada más oír que mi madre había entrado en
su cuarto tras salir del cuarto de baño, me dirigí hacia allá. Esperé tras la
puerta hasta que cesaron los ruidos que indicaban que se estaba desnudando. En
cuanto oí los muelles de la cama llamé a la puerta, y tras oír un suave "Pasa"
me dirigí desnudo hacia el borde de la cama. Paquita había cogido el periódico,
pero todavía no lo había abierto.


Me senté muy cerca de ella en silencio, sin hacer ningún
ademán de querer parte del periódico, sino tan solo que su atención se dirigiera
hacia mi incipiente erección. "¿Otra vez?", dijo sonriendo. Asentí con la cabeza
y me desplacé ligeramente hacia la cabecera. Sin apartar la mirada de mis ojos
extendió la mano hasta tocarme suavemente el muslo, y después la deslizó hasta
acariciarme los huevos con la yema de los dedos.


La polla empezó a babear. En aquel momento me fijé en el
amasijo de ropas que se acababa de quitar y que reposaban sobre una silla y
observé algo que casi me hace saltar. Encima de todo el montón se encontraban
unas bragas blancas. ¡Paquita estaba sin bragas debajo de la sábana y me
invitaba elocuentemente a que explorara un terreno nuevo! Deslicé la mano
temblorosa bajo la sábana. Paquita volvió a sonreír. El roce de su muslo hizo
que mi polla creciera medio centímetro. Se puso seria, o eso me pareció, pero
ahora yo estaba decidido. Llevé la mano hasta encontrar la suavidad de sus
pelos. Me resultaron mucho más largos y abundantes de lo que imaginaba. Me
aferró la polla por el tronco, pero no abrió las piernas. Forzando un poco
conseguí llevar la mano hasta la entrada de su vagina, completamente empapada.
Sentí que me mareaba. La polla seguía creciendo. El glande había adquirido un
color más allá del morado. Pensé que me podía ocurrir algo, que quizás hubiera
infartos de polla, y si los había yo debía estar al borde. No sabía muy bien qué
hacer.


Conseguí introducir un dedo por la vagina acentuando así la
sensación deliciosa. Ella me apretó con más fuerza y cerró los ojos. Empecé a
mover el dedo acompasadamente, y ella siguió mi ritmo en la polla. Ahora dudaba
nuevamente. No sabía si debía arrojar la sábana al suelo, echarme encima de ella
y clavarle la polla, o mantenerme en el terreno de la doble paja. Una vez más el
cobarde venció en mi y pospuse mentalmente para el día siguiente el paso a la
siguiente fase. Además, ahora estaba seguro de que sería ella misma la que, como
hoy, me lo indicaría. Me concentré en su coño.


Ella había abierto los ojos y me miraba con lo que me pareció
cierta timidez. Esbozó una sonrisa. Le dije: "Me está gustando mucho". "A mi
también", contestó. Bajé la voz: "Lo vamos a hacer muchas veces, ¿verdad?" Esta
vez se limitó a sonreír. En ese momento me juré que mañana intentaría follarla.
No solo por el placer que me prometía, sino porque se lo merecía. Tenía que
darle todo el placer de que fuera capaz. De pronto sentí que el dulcísimo placer
que me recorría no era algo perverso, pecaminoso, ni nada parecido, sino una
manifestación sobrenatural de lo más sublime. Con esa sensación de bondad empecé
a notar la proximidad de la corrida. "Me parece que ya viene." "Espera un poco",
me dijo, y sin detenerse intentó sacar un pañuelo de debajo de la almohada con
la otra mano, pero en aquel momento se produjo la explosión y los churretazos
esta vez aterrizaron en su cuello, pecho, y camisón.


En ese momento noté en el dedo que le trabajaba la vagina lo
que debía ser un orgasmo simétrico. "Perdona, no me he podido contener." "No
importa, Nacho. Pero ahora déjame un poco que necesito descansar." Le di un beso
en la mejilla, uno de los besos más filiales y más expresivos que le había dado
nunca, le dije "Gracias", y salí de su habitación. Desde la puerta me volví y la
vi sonrojarse.
Por la noche en mi cuarto me atormentaba la duda. ¿Presentarme o no en el cuarto
de mi madre? Por una parte, sentía unas ganas enormes de volver a sentir la
delicia de sus dedos, de tocarla, de correrme con ella, pero ahora en medio de
la voluptuosidad sin prisas de la noche. Pero por otra parte debía descartar la
tentación por el peligro de ser descubiertos, o al menos porque Paquita lo
temiera: las chicas dormían cerca y podrían oír algo.


En medio de mis cavilaciones me empecé a dar cuenta de que en
el fondo lo que me detenía no era el peligro de ser descubiertos. El riesgo era
mínimo, y el deseo era mucho más fuerte. Lo que me paralizaba era el miedo a
enfrentarme con el cumplimiento de mi promesa, el paso a la acción, el intento
de follármela. Pero lo más sorprendente era que lo que temía no era en realidad
el rechazo de Paquita o que con mi atrevimiento hiciera peligrar tan placentera
situación. Lo que me atemorizaba en el fondo era que ella me dejara que se la
metiera.


Me daba cuenta de que lo que me hacía dudar era la fuerza del
tabú del incesto. Por eso en realidad estaba intentando elevar la presión en la
caldera del deseo para que cuando llegara el momento de montarme a mi madre, los
temores -¡sobre todo los míos!- se desvanecieran ante la energía incontenible de
esa caldera cuyo manómetro avanzaba cada día. O en todo caso no quería
enfrentarme con esa eventualidad.


En los días anteriores había pasado los momentos más
deliciosos de mi vida, pero no sabía cómo reaccionaría ante el cuerpo de mi
madre expuesto para que se la clavara. Peor aún no sabía qué iba a ser de mi
mismo después de follarme a mi propia madre, qué iba a pasar con todo el cariño
que en medio de todas las peripecias sexuales seguía sintiendo por ella, quizás
un cariño aun mayor que antes. Además, por lejano que estuviera mi padre, en
todo el asunto gravitaba el temor ante su figura. Lo que habíamos hecho era
grave, pero follar podría ser terrible. Decidí esperar hasta la próxima siesta,
que desdichadamente sería la última antes del fin de semana y el probable
regreso del padre para la mañana del domingo.
Aquel viernes se presentaba como la última sesión antes de un período
seguramente largo de abstinencia, sin la ilusión que en los últimos días me
había dominado al acercarse la hora de la siesta. Además, a pesar de todos los
temores, en ese día iba a intentar follarme a Paquita. Decidí forzar las cosas
desde el principio. No iba a respetar los minutos de espera hasta que mi madre
se desnudase y se metiera en la cama. Aguardé desnudo en mi cuarto hasta que oí
a mi madre entrar en su cuarto. Sin dudarlo me dirigí hacia allá y abrí la
puerta sin llamar. Paquita se sorpendió y se puso nerviosa. Me pidió que
esperara fuera cinco minutos mientras se metía en la cama. Le dije que prefería
quedarme. Se negó. Insistí. Le dije que no miraría mientras se desnudaba. No
sabía por qué, pero sentía que si la conseguía la aceptación de Paquita sería un
paso definitivo. Al final me dijo que me volviera de espaldas. Di la vuelta a la
silla desde donde se había iniciado la aventura una semana atrás y esperé lleno
de ansiedad.


Me resultó difícil no volver la cabeza mientras oía los
ruidos de la ropa de mi madre. Una vez más me atormentaba la duda: ¿debía darme
la vuelta o era preferible mostrarse obediente de momento? Mientras, trataba de
imaginar lo que estaba ocurriendo a mis espaldas, qué prenda se quitaba, cómo lo
hacía.


Mi polla, ya muy estimulada, estaba adquiriendo aquel morado
tumefacto que me había hecho pensar días atrás en la posibilidad de un infarto.
Quería que Paquita la viera. Me acaricié, y sin volver la cabeza giré un poco el
tronco de manera que ella pudiera advertir con qué material se iba a encontrar
en breve. En ese momento oí los muelles de la cama. Me volví y la vi desnuda,
tapándose con la sábana. Me acerqué sujetando la herramienta con la mano. Esta
vez di la vuelta a la cama y me dirigí al lado derecho, eso facilitaría el
trabajo de los dos.


Sin preámbulos Paquita me aferró la polla y empezó a menearla
con más ímpetu que nunca. Por mi parte, deslicé la mano bajo la sábana hasta
encontrar la pegajosa entrada de su vagina. Mejor colocado esta vez le metí dos
dedos, lo que fue recibido con un respingo. Pero había hecho un pacto conmigo
mismo y no podía pararme en el estado delicioso en que me adentraba. Me forcé a
mi mismo a actuar. Con la mano izquierda empecé a retirar la sábana. Saqué la
mano de la vagina de mi madre, que me miró un poco sorprendida. La sonreí, y
soltándome de la presión de su mano me incliné sobre ella con la visible
intención de tumbarme encima.


Su reacción fue inmediata. Se tapó con la sábana. Dijo. "¡Eso
no! ¡Ni hablar! ¡Ni se te ocurra!" Fui tan estúpido como para contestar: "Pero,
¿por qué?" "Porque no me da la gana. Además es un pecado terrible e irreparable.
Es incesto. Acaso no lo sabes." Recuperé la cordura. Sabía que era inútil
discutir con ella, y explicarle que lo que llevábamos haciendo desde hacía una
semana era igualmente incesto, malsano, pecado, etc. y ella lo estaba
disfrutando de lo lindo. "Vale. Está bien. Pero volvamos adonde estábamos." "No
sé. ¿Te vas a portar bien?" "Sí, de verdad. Anda." Tomé su mano y la volvía a
llevar hacia la polla. Sin mucha resistencia, conseguí que volviera al meneo,
mientras yo volvía a taladrar su vagina.


Al cabo de unos segundos estaba inmerso de nuevo en el
trance, pero me di cuenta de la codicia con que Paquita me miraba la polla.
Volví a decirle lo mucho que estaba disfrutando, que tenía unos dedos
maravillosos y que quería seguir haciéndolo muchas veces. Me sonrió dulcemente,
y me dijo que sí con los ojos. Le dije que necesitaba apartar la sábana para
verla. Se negó con la cabeza, mientras seguía con su labor. Le arrée a la vagina
un envión con los dedos lo que le hizo soltar un respingo. "No es justo que tú
disfrutes viéndomela y que yo no pueda mirarte". Me volvió a sonreír y me dejó
retirar la sábana. Ahora tenía delante el espectáculo único de sus muslos
blanquísimos abiertos, las piernas un poco flexionadas, mientras una mano la
taladradaba a través de la densa pelambrera, y esa mano era la mano de su
querido hijo, que en aquel momento sentía cómo su polla babeante era acariciada
magistralmente por la mano materna. Sentía que dentro de algunos días
conseguiría clavarle la polla en esa vagina cuyas deliciosas paredes trabajaban
incansables mis dedos. Fue excesivo. En unos segundos aquello me provocó una
eyaculación inmediata. Se lo advertí. Esta vez ella apuntó la polla hacia sus
pequeños pechos, que quedaron cruzados por churretones brillantes.


No estaba seguro de que ella se hubiera corrido por lo que
volví a poner mis dedos en movimiento. Paquita me dejó hacer. A pesar de mi
inexperiencia me daba cuenta de que follármela era cuestión de tiempo, no mucho.
La notaba cada vez más caliente y sobre todo, más desinhibida. Sin embargo,
teníamos por delante un paréntesis, que durante un tiempo imprevisible iba a
impedir esas hermosas siestas materno-filiales. Con la izquierda empecé a
acariciar los pequeños pechos de mi madre completamente pringados con el fruto
de sus labores meneíles. Aparté un poco su brazo derecho, ahora inerte, para ver
bien el sobaco que yo sabía muy peludo, y que era otro de los puntos de su
cuerpo que me fascinaban. La visión de la espesa mata de pelo me provocó una
extraña asociación lujuriosa.


Me incliné hacia el sobaco y lo besé, a pesar de su ligera
resistencia. Noté un gusto acre que no consiguió frenar mi excitación. Desde ese
punto me dirigí afanosamente hacia sus tetas, que sorbí con pasión. En ese
momento empecé a notar los apretones de su corrida, lo que hizo que recuperara
una erección notable, y la ilusión de volver a intentar montarla, hasta tal
punto la notaba entregada. Cuando iba a tumbarme a su lado sonó el teléfono.
Maldije en mi interior a Graham Bell. Era mi tía, que quería salir de comprar
con mi madre. La siesta había terminado.
La perspectiva de los dos días del fin de semana sin siesta y la ahora segura
llegada de mi padre el mismo domingo me decidieron a tentar la suerte ese
viernes por la noche. Acudiría al cuarto de mi madre para darme un último
atracón, y tratar de completar lo que esa tarde había sido interrumpido. Había
notado además algunos signos que parecían invitarme a la aventura nocturna. No
solo ciertas miradas y una caricia descuidada en el pelo mientras cenábamos.


Más tarde, cuando veíamos la televisión después de cenar, me
senté en la butaca frente al sofá en el que se encontraba mi madre. De forma
disimulada, salvo para Paquita, había estado dirigiendo miradas inflamadas a sus
piernas. Por su parte, ella había dejado que la falda se deslizara un poco hacia
arriba, mostrando una ración generosa de la blancura de sus muslos. En algún
momento abrió liberalmente las piernas para facilitarme la visión interior, sin
que mis hermanas lo advirtieran. No era necesario tanto estímulo. Tenía a su
hijo caliente como un perro en celo, y dada la situación, estaba decidido a
intentar pasar parte de la noche en brazos de su madre; si era posible, entre
sus muslos, que notaba cada vez más abiertos para él.


Sin embargo, la espera hasta estar seguro de que mis hermanas
dormían me resultó insoportable, sobre todo porque solo dependía de mi acabarla
cuando deseara. Quizás fue el rato más difícil de toda aquella aventura. Hacia
la una y media decidí que había llegado el momento. Conseguí recorrer el pasillo
hasta su cuarto con la perfección silenciosa de un sioux. Tardé interminables
segundos en hacer girar el abridor de la puerta, y después la empujé milímetro a
milímetro.


Aunque no conseguí completarla operación con todo el silencio
que pretendía, el resultado fue satisfactorio. Finalmente, repetí el proceso a
la inversa hasta cerrar la puerta a mis espaldas. Oí entonces el susurro de mi
madre. "Echa el cerrojo". Sonreí, mientras obedecía su orden. Mi madre me había
esperado despierta. Por su voz parecía algo nerviosa, quizás con más deseo que
yo mismo. Me di cuenta de que lo ocurrido hacía unas horas había sido una
meditada serie de provocaciones para asegurarse esta visita.


Sin preámbulos levanté la sábana y me tumbé a su lado. Ella
llevaba puesto el camisón. No sabía muy bien cuál debía ser mi estrategia.
Empecé a acariciarla y descubrí con un vahído que no llevaba bragas. Mientras
pasaba y repasaba el dedo por su vulva empecé a acercar mi cuerpo en busca del
abrazo. "Hay una cosa que no vamos a hacer. Ya sabes", me dijo. Mientras
asentía, mi polla estaba ya a pocos centímetros de su pubis. "Vale", contesté.
"No. Me tienes que prometer que no lo vas a intentar. Es incesto, Nacho. Es muy
grave. Es irreparable. No podemos hacerlo." "Si quieres, firmamos la promesa con
un beso." Mi cinismo ascendió varios escalones en ese momento. "Bueno, dame un
beso." Nuestras bocas se juntaron por primera vez. Ella la mantenía cerrada,
mientras yo trataba de introducirle la lengua. Se resistió con tenacidad. Me
separé un poco. "No podemos firmar una promesa de esa forma. Si es un beso es un
beso." Con la mano izquierda acariciaba la suavidad de su culo, y empecé a
acercar su cuerpo al mío. La polla entró en contacto con su vientre, ya a
escasísimos centímetros de la entrada de su vagina. El contacto actuaba sobre
sus miedos como la llama sobre la cera. Intenté besarla de nuevo. Esta vez ella
dejó la boca entreabierta.


No intenté meter la lengua. Nos quedamos así con las bocas
abiertas unidas. Mientras, apretaba y movía la polla contra su vientre. Desde su
culo mi mano intentaba alcanzar la entrada de la vagina. Paquita abrió un poco
más la boca y dejó que insertara un centímetro de lengua. Aquel era el agujero
en la muralla por el que iba a penetrar el ejército invasor. Uno tiende a
minusvalorar la excitación sexual que puede llegar a producir un beso, y a veces
-como en esa ocasión- su efecto es casi tan potente como un orgasmo. Mi madre
empezó a sorber mi lengua con toda su alma, y yo le metí por allí la fuerza de
todo mi deseo. Pero no perdí la cabeza, había conseguido llevar la punta de la
polla hasta su vulva, y trazaba allí líneas irregulares con mi capullo babeante.
Paquita había perdido la cabeza, me dejaba hacer casi inconsciente.
Puedo jurar que no fue en absoluto deliberado, aunque ningún tribunal me
absolvería, supongo, pero de pronto mi polla entró en su vagina del modo más
natural e imprevisto que se pueda imaginar. Cuando ambos fuimos conscientes de
lo que había ocurrido, Paquita tenía ya dentro dos tercios de mi instrumento,
que no es ciertamente el monstruo de longitud habitual en un relato
pornográfico, pero que es considerable. El placer era irresistible. Se
desprendió del beso. "¿Pero qué haces? No puede ser. No puede ser.


Esto es terrible." Pero aparte de sus protestas verbales su
cuerpo no se resistía. Si estaba sintiendo tan solo la mitad del placer que yo
experimentaba no había ninguna probabilidad de que aquello se viera interrumpido
por su voluntad. No contesté, sino que acabé de meterle la polla hasta que mi
pubis sintió la caricia del suyo, pero con un significativo trozo de mi anatomía
ya dentro de su vientre. "No puede ser. Sácala, Nacho, por favor. ¿Qué vas a
pensar de mi?" Me mantuve inmóvil, respirando con fuerza, mientras abrazaba a mi
madre, e intentaba besar su boca. Apartó la cabeza, pero no el coño, que seguía
taladrado por mi instrumento, que había alcanzado un tamaño y una dureza
monstruosos. "Me habías prometido... Anda, sácala." Por un momento, pensé en
obedecerla solo por el placer de ver su reacción, pero el placer me lo impedía.
¡¡¡Etaba follándome a mi madre!!! El sueño de felicidad más insensato que podía
concebir, el que durante semanas me había obsesionado hasta extremos absurdos.
Tan solo con un puñado de movimientos me iba a correr e iba a inundar su útero
con la semilla nacida de ella misma. Hubiera necesitado una fuerza de voluntad
inhumana para renunciar en aquel momento al abrazo delicioso de su vagina.
Necesité parte de esa voluntad para mantenerme tranquilo y no estallar en una
especie de epilepsia.


Empecé a moverme. Primero con muchísima suavidad. Paquita
abrió un poco más sus muslos. "No. No puede ser." Repetía, pero ahora hablaba
más consigo misma que conmigo. Los dos sabíamos que aquello era irreversible, y
sólo acabaría de la mejor manera posible. Por abajo se preparaba el orgasmo de
nuestras vidas. Seguí moviéndome suavemente, y conseguí hacer girar nuestros
cuerpos hasta que mi madre quedó tumbada sobre su espalda, conmigo encima. Sentí
la intensidad del olor agridulce de sus sobacos, lo que consiguió excitarme
todavía más. Empecé a bombear la polla a un ritmo creciente. Ahora los cojones
chapoteaban contra su culo.


Noté el inicio del orgasmo de mi madre. Paquita me abrazó con
las piernas y con los brazos, dejándose dominar por el placer sin ofrecer
resistencia. La tapé la boca con un beso. Ahora temía que fuera ella quien
despertara a mis hermanas. Me detuve. Me incorporé un poco y la miré. "¿Qué vas
a pensar de mí ahora?" "Que eres maravillosa. Te quiero más que nunca. Quiero
follarte muchas, muchas veces, y hacer todo contigo." Reanudé mis acometidas.
Noté que no me quedaba mucho para que empezara a escupir semen a toda presión.
"Me falta muy poco." Ella se estaba dejando llevar, de nuevo. "Es buenísimo",
dijo. Volví a besarla con toda la boca, y aceleré el ritmo de mis movimientos
notando la fuerza deliciosa del orgasmo en todo el cuerpo. Paquita estaba
corriéndose de nuevo conmigo, que rebuznaba de forma apagada, al borde del
desmayo. Cuando las oleadas de placer se fueron apagando me di cuenta que en ese
momento mi vida había cambiado, que nada volvería ser igual, que en ese momento
se iniciaba algo nuevo. Volví a besarla. Salí de ella, y me eché a su lado. A
los pocos segundos estaba profundamente dormido.
Cuando me desperté tardé un par de segundos en advertir que estaba en la cama de
mi madre, y que ésta yacía a mi lado. Me incorporé ligeramente para ver la hora
en el despertador de la mesilla. Las cuatro y cuarto. Disponía de más de dos
horas para poner en práctica algunas de mis fantasías. El movimiento debía haber
despertado a Paquita. La acaricié ligeramente el brazo. "Nacho, espera. Tenemos
que hablar." No era precisamente lo que más me apetecía en ese momento, pero
sabía que tendría que escuchar el sermón que se avecinaba. Aguardé en silencio.
"Necesito explicarte algunas cosas.


Es necesario que me entiendas." Hizo una pausa. Le costaba
encontrar la manera de decirme lo que quería. "¿Sabes, tu padre y yo ...? Bueno,
el caso es que tu padre y yo hace mucho tiempo que no hacemos ... Ya sabes."
"¿Quieres decir que no hay sexo entre vosotros?" "Eso es." Sentí una mezcla de
estupefacción y alivio. En realidad, aquella revelación no era del todo
inesperada. Desde el momento en que todo aquello había empezado sabía que mi
madre se veía empujada por alguna carencia. Paquita no era una ninfómana, ni yo
era tan imbécil como para pensar que mi cara bonita había trastornado a una
mujer de cincuenta años. No lo había llegado a formular, pero la única
explicación posible era la que acababa de oír de sus labios. "Para mi ha sido
muy difícil. Por eso ha pasado.


Además tenía miedo de que ocurriera fuera. Aunque te parezca
mentira he pasado situaciones peligrosas." Ahora sí que había conseguido
sorprenderme. "Me han hecho insinuaciones." "¿Pero quién?", no pude evitar
preguntar. "El caso es que no quería que ocurriera. Uno de ellos ha sido el tío
Federico" ¡Hostia! El marido de la pesada de mi tía Fuencisla, aquel ser
distante y desagradable había tratado de beneficiarse a mi madre. La polla se
había estirado como un resorte. Necesitaba saber detalles de aquella historia,
pero eso debía esperar. Paquita siguió con su explicación. "Estaba muy asustada
porque pudiera ocurrir algo con él. Me sentía débil porque tu padre no me hacía
caso. Entonces empecé a notar cómo tú también me mirabas así. Eso era distinto.
Creí que podía manejarlo. Eres mi hijo. Me sentía excitada, me gustaba que me
miraras.


Era distinto, y además aquí en casa. Sin peligros. Nunca
pensé que pudiera llegar tan lejos. Al principio había excluido cualquier
contacto, y ya ves. Ahora estoy muy preocupada. Me da miedo que nuestra relación
se resienta. Me parece que deberíamos dejarlo." "Por favor, no seas absurda. Te
sigo queriendo igual. No. Mucho más de lo que te quería antes, como madre. Desde
hace unos días tengo la sensación de estar más unido a ti que nunca. Es todo.
Contigo he sentido la felicidad mayor. Es el secreto, el que sólo lo sepamos tú
y yo. Saber que al recibir placer de ti te lo doy también. Es poder contarte lo
que siento. Todo. No tienes que preocuparte por mi cariño." Sentí cómo mis
palabras, susurradas más que dichas la penetraban por todos los poros. Empecé a
acariciarle el brazo, luego el pecho. Quizás había llegado el momento de
contarle mi lado de la historia. "Hacía mucho que me sentía atraído por ti.


No sé si contarte una cosa que me da un poco de vergüenza."
"Cuéntamelo, Nacho." "Verás. Algunas veces miraba por la cerradura del cuarto de
baño cuando tú estabas dentro." "¿Sí?" "Sí. Estaba obsesionado. Me masturbaba
después recordando lo que había visto." "Hombre, había notado cómo me mirabas a
veces, pero no pensaba que eras tan sinvergüenza." Se rió. Ahora había llevado
la mano hacia su muslo. "Perdona, pero tenía muchas ganas. Hasta que el día en
que me pusiste la pomada no pensé que ... Bueno, ya sabes. Desde ese día solo he
pensado en ti, todas las otras no me importaban. Y lo que ha pasado, bueno, me
encanta. Ha habido momentos en que yo también tenía miedo de que pasara esto,
pero ahora lo he superado. Estoy encantado. Me lo he pasado maravillosamente, y
me lo pienso seguir pasando." Reí silenciosamente. Mientras llevaba la mano
hasta su coño, completamente empapado.


Había llegado el turno de las revelaciones de Paquita. Me
contó que el viernes anterior ella era consciente de que me estaba excitando.
Levantó la pierna de forma casual, pero al percibir mi reacción la mantuvo. Se
dio cuenta de que me estaba tocando, y se excitó muchísimo con todo el proceso.
Se dio la vuelta para que pudiera completar mi propósito con más comodidad.
Aquella siesta le proporcionó más bienestar sexual que todo lo experimentado en
los últimos dos o tres años, incluidos los acosos de su cuñado, pero
desgraciadamente le dejó con ganas de más. El lunes siguiente esperó
ansiosamente mi aparición. Luego el asunto se le fue escapando de las manos.


En realidad, ella pensaba seguir haciéndose la despistada,
fingir que no se enteraba de nada de lo que ocurría a su lado, pero sin dejar de
disfrutarlo, tal como había hecho el primer día. Todo se estropeó la tarde que
aparecí en calzoncillos y no me tapé con el periódico. "Fue automático. Miré y
ya no pude apartar la vista. Y cuando me pediste ayuda y te acercaste no podía
resistirme. No pensé. Fue todo reflejo. Luego ya no lo pude parar." Entre el
relato y el trabajo de mis dedos estaba a punto de correrse. No sabía si
montarla o esperar. Opté por echar leña verbal al fuego: "Ha sido además mucho
mejor de lo que había esperado, desde las pajas que me hice ahí en la silla
hasta el polvo que echamos antes. ¿Sabías que ha sido la primera vez que
follaba?" Paquita inició un corridón océanico.
Cuando empezó a recuperarse continué: "Lo malo es que ahora nos va a ser muy
difícil hacer estas cosas, con papá por aquí. Lo único seguro es que hay que
tener todas las precauciones. Que se enterase alguien es lo realmente malo."
"Claro. Pero no te preocupes, tu padre tiene muchos viajes este año." "En todo
caso, yo voy a estar siempre dispuesto para ti. Cada vez que haya una
oportunidad y a ti te apetezca te la voy a meter." Se incorporó y nos dimos un
profundo beso. Paquita no solo estaba muy caliente, se había emocionado.


Me dijo: "Soy toda tuya. Quiero que hagas conmigo todo lo que
quieras hacer." "Pues tengo unas ideas malísimas." "Lo que quieras. Para mi lo
importante es ahora saber que te doy placer a ti." "Gracias. Una pregunta, ¿cómo
quieres que te llame aquí, 'Mamá' ó 'Paquita'?" "De las dos formas me gusta. Lo
que te apetezca en cada momento." "Ahora vamos a follar un poco, pero para el
futuro tengo planes. Quiero que me la chupes, y chuparte yo el coño, y quiero
darte por el culo. Eso me hace mucha ilusión. También me apetece que nos meemos
el uno al otro. No sé, todas esas cosas." La acaricié. Estaba aun más excitada.
"Ponte de espaldas, que te la quiero meter desde atrás." Se rió en silencio y se
dio la vuelta.


Encendí la luz de la mesilla. Por nada del mundo quería
perderme el espectáculo que venía ahora. Mi madre desnuda a cuatro patas,
ofreciendo la vagina a su hijo, que sabía que también era dueño del culo. Me
incorporé, y la amasé las tetas desde atrás. Tomé en la derecha la erección y
traté de dirigirla hacia su agujero.


Me costó ajustarla pero finalmente se deslizó con el ruido de
un obsceno chapoteo. Paquita lanzó un gemido. "¿Te gusta?" "Mucho." "A mi
también mamá. ¿Así que el tío Federico quería hacerte esto?" Volvió a reírse.
Asintió con un gruñido. "Pero no me dejé." "¿Y te gustó que te hiciera
proposiciones guarras?" "Sí. Me sentía muy mal porque tu padre ya no me hacía
caso. Una mujer necesita saber que todavía atrae a los hombres. No acepté, pero
le dejé avanzar un poco ..." "¿Ha sido hace mucho?" "La primera vez fue hace
mucho, pero últimamente había vuelto a la carga." "No sigas contándolo que me
voy a correr, y tengo que meterte mi semen y el del tío Federico que te has
quedado sin él." "Pues, córrete tonto." "No me lo digas dos veces", dije,
mientras aceleraba los enviones, consciente de que aquello no tenía remedio y la
iba a volver a llenar de semen. Para rematar el desaguisado, Paquita empezó a
correrse con una fuerza bestial.

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